Hay algo cierto en la famosa frase de Harry Lime, el cínico antagonista de El Tercer Hombre: el Renacimiento italiano fue de verdad una época de «guerras, terror, sangre y muerte». Aquel fue un tiempo competitivo y voraz, en el que decenas de ciudades y principados, repúblicas y ducados hicieron -sin mucho éxito- todo lo posible por devorarse unos a otros.
Italia fue durante mucho más tiempo que sus vecinos una amalgama de Estados medianos y pequeños, con una feliz consecuencia: hoy está llena de ciudades, e incluso de pueblos, que en su día fueron capitales, y que, como tales, quisieron engalanarse, superar a sus vecinas, albergar en sus cortes a artistas de prestigio, hacerse monumentales. Tanto las más grandes, como Florencia, Nápoles, Venecia o Milán, como las menos, como Urbino, Rímini, Todi, Pienza y tantas, tantas otras.
Nacido, como el Humanismo, en Florencia, y con mayor presencia en la mitad norte de la península, la arquitectura del Renacimiento italiano aportó a sus ciudades no sólo monumentalidad y grandeza, sino racionalidad y elegancia. Tuvo su modelo en el mundo grecorromano, pero sólo como punto de partida: como ha dicho Alberto Tenenti, para los artista del Renacimiento «la voluntad de crearse un lenguaje propio como el deseo de satisfacer las exigencias de su propia época tienen primacía sobre el orgullo de seguir la autoridad de los antiguos».
Dejamos aquí diez propuestas, diez ejemplos que sin duda están entre los más notables de aquel tiempo. En diez ciudades distintas -evitando repetir algunas que, como Florencia, podrían copar la lista por sí solas- para inspirar diez viajes por Italia o, quizá, un viaje muy largo, en busca de inspiración de la mano del arte, la historia y el pensamiento de una época irrepetible.
La Basílica de San Lorenzo, en Florencia
La Basílica de San Lorenzo es poco llamativa desde el exterior, porque su fachada, que iba a diseñar Miguel Ángel, quedó sin terminar. Sin embargo, su interior es impresionante y revolucionario.
La financió la que ya, a mediados del siglo XV, era la familia más rica y poderosa de Florencia, los Médici, y la diseño el arquitecto más innovador de su tiempo, Filippo Brunelleschi. Aunque San Lorenzo se terminó tras su muerte y en algunos detalles (sobre todo en las capillas laterales) sus planes iniciales quedaron alterados, contemplar la inmensa basílica sigue siendo una experiencia sobrecogedora. No a la manera sentimental, espiritual y apabullante de las catedrales góticas, sino de una manera nueva, racional y armónica, hecha por y para el hombre.
El Templo Malatestiano, en Rímini
Fue el pistoletazo de salida de la arquitectura renacentista fuera de Florencia y el primer templo religioso que estructuró su fachada principal en torno a un elemento eminentemente pagano: el arco de triunfo romano.
Obra de Leon Battista Alberti, la Iglesia de San Francisco (ese es su verdadero nombre) quedó sin terminar por la súbita caída en desgracia de su mecenas, Segismundo Pandolfo Malatesta, condottiero, personaje de nombre y vida novelesca, hombre de armas y de letras y epítome perfecta de su tiempo, a quien el Papa Pío II llegó a nombrar «Príncipe del Infierno»
Dentro pueden visitarse las tumbas del propio Malatesta, su última mujer, Isotta degli Atti, y la del filósofo bizantino Jorge Gemistos Pletón, maestro de Ficino, cuyos restos fueron rescatados por Segismundo desde la ciudad griega de Mistra.
Toda esta historia, por cierto, fue muy bien narrada por Alberto Cousté en El príncipe desvelado, una preciosa novela histórica que muestra las luces y las sombras de este tan particular personaje.
El Palacio Piccolonimi, en Pienza
Lo que no era más que un pequeño burgo medieval, situado en el bellísimo Val d’Orcia, se convirtió en una ciudad monumental por obra de Enneas Silvio Piccolomini, el Papa Pío II, que, ungido como pontífice, proyectó la conversión de su pequeña ciudad natal en una città ideale que siguiera los cánones del nuevo y pujante Renacimiento italiano.
En torno a la piazza Pio II, desde entonces centro neurálgico de la ciudad, se alza el Duomo y varios palacios, y entre ellos destaca este palacio pontificio que había de servir como residencia para las visitas papales a la ciudad (huelga decir que fueran pocas durante el breve lustro que duró el pontificado de Pio II, e inexistentes después). Lo diseñó Bernardo Rosselino, alumno aventajado de Leon Battista Alberti, y en su fachada exterior puede verse sin dificultad la influencia directa del florentino Palazzo Rucellai.
Con sus tres pisos, sus elegantes ventanales, su almohadillado y su bellísimo patio interior, conforma un cuidado y elegante contexto urbano con sus edificios vecinos, en uno de los espacios más coherentes y unificados del Renacimiento italiano. No por nada fue declarado Patrimonio de la Humanidad.
El Castello Sforza, en Milán
La pujante Milán es hoy la menos aclamada de las grandes ciudades del Renacimiento italiano, lo que sin duda tiene más que ver con la presencia hispano-francesa posterior, y con su continuada pujanza hasta la actualidad, que con sus carencias monumentales. En la época de los Visconti y de los Sforza, Milán fue, de hecho, el Estado que más cerca estuvo de dominar a sus vecinos, el más fuerte y ambicioso. El formidable Castello Sforzesco es buena prueba de ello.
Encargo de Francesco Sforza, se levantó sobre las ruinas de la residencia tradicional de los Visconti, fue diseñado por el polifacético Filarete y apuntalado por artistas de la talla de Leonardo Da Vinci, Bernardino Zenale, Bernardino Butinone y Donato Bramante, que convirtieron el castillo en una de las cortes más lujosas de su tiempo.
Hoy es la sede de varios museos y colecciones de arte: el Museo Arqueológico de Milán, el Museo de Arte Antiguo, y de una pinacoteca que contiene obras de Canaletto, Giovanni Battista Tiepolo, Vincenzo Foppa, Tiziano y Tintoretto. Alberga también la excelente Piedad Rondanini de Miguel Ángel.
La Basílica de San Andrés, en Mantua
En el siglo XV, muchos de los miles de peregrinos que se dirigían a Roma desde Austria, Alemania y Europa Central, se detenían en Mantua para venerar unas gotas de la sangre de Cristo que presuntamente se conservaban en la Basílica de San Andrés. Era la época de las bulas papales y los peregrinos llegaron a ser tantos que el templo se quedó pequeño.
Leon Battista Alberti, en uno de sus últimos proyectos, diseñó un enorme pero armónico templo de una sola nave, con un interior amplio y diáfano, construido en base al ritmo de los grandes arcos triunfales ya en Rímini había tomado como modelo. El arco central gana aquí aún más importancia y actúa como pórtico o nártex. Con intradós casetonado y flanqueado por monumentales columnas corintias, las ventanas laterales dotan a la fachada de una aspecto armónico y estructurado. «La belleza”, esta era la máxima albertiana, “radica en la armonía de todas las cosas”.
Otro grande del Renacimiento italiano, el pintor Andrea Mantegna, se encuentra enterrado en el interior de la Basílica. Y la hermosa y serena Mantua, ciudad elegante y shakesperiana, será un disfrute para quien guste del arte y la arquitectura.
San Pietro in Montorio, en Roma
Construido en honor del príncipe Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, el tempietto de San Pedro in Montorio es la obra maestra de Donato Bromante y uno de los edificios más representativos del Renacimiento italiano.
Su forma circular remite a los antiguos templos circulares o tholos, que en la propia Roma tienen el notable ejemplo del templo de Hércules Victor. Pero lo que hace aquí Bramante no es, ni mucho menos, una mera copia de aquellos. Como el gran e innovador arquitecto que era, da nuevos vuelos al viejo modelo y lo convierte en algo nuevo: la cella o sala principal del templo ya no se detiene a la altura de la columna exterior, sino que sigue subiendo, crea un segundo piso cuya balaustrada parece extender hacia arriba las columnas que la sostienen y queda coronada finalmente por una cúpula semiesférica.
El tempietto fue un éxito radical, ha sido copiado hasta la saciedad y no podemos dejar de recomendar su visita, en la subida al Gianicolo desde el Trastévere, a todo aquel que visite Roma.
La Iglesia de la Consolación, en Todi
La preciosa Iglesia de la Consolación en Todi, pequeña localidad cercana a Perugia, puede ser el mejor ejemplo de lo que pudo haber sido San Pedro del Vaticano si se hubieran cumplido los deseos de Donato Bramante.
Aquí, el arquitecto de Urbino proyectó una iglesia de planta central osada por su llamativa verticalidad. Un elevado cubo central, embellecido y protegido por cuatro ábsides semicirculares, sirve de base a una gigantesca cúpula central sobre un alto tambor cilíndrico. La iglesia de San Biagio, en Montepulciano (que no ha entrado en la lista, pero de la que hablamos en nuestra lista de pueblos de la Toscana), sin duda tuvo su modelo.
La Villa Rotonda, en Vicenza
Se cita a menudo una frase que Goethe escribió en sus diarios de viajes por Italia, sobre la Villa Rotonda de Palladio. Dijo el poeta que “quizá la arquitectura nunca haya alcanzado mayor altura” desde entonces, y dijo también que Palladio había levantado algo muy parecido a un templo clásico.
La Villa Rotonda está compuesta de cuadro fachadas iguales, cada una de las cuales sigue el modelo clásico del templo romano. En su interior hace un uso magistral de luz, que ilumina los espacios y los esquemas constructivos siguiendo el plan ya establecido por Brunelleschi. Su centro lo corona una cúpula que recuerda en cierto modo al Panteón de Roma. Es, como los mejores ejemplos del Renacimiento italiano, un sentido homenaje al clasicismo pero a la vez un edificio tremendamente innovador.
Goethe tuvo la suerte de visitar también su interior, un privilegio que, hasta hace un par de años, sólo tenían algunos. Ahora la Villa Rotonda puede visitarse por fuera todos los días y por dentro los miércoles y los sábados. Merece la pena cuadrar en esos días la visita a Vicenza y consultar la web oficial de la Villa para estar al tanto de cualquier cambio.
El Arco de Alfonso V en el Castel Nuovo de Nápoles
«Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer». Alfonso V de Aragón, El Magnánimo, hizo del Castel Nuovo de Nápoles su corte desde 1443, y a pesar de ser Rey de Aragón ya no volvió a pisar tierras ibéricas.
En la poderosa fortaleza que había pertenecido a los Anjou, desde la cual se tenía incluso acceso al mar, Alfonso mandó construir un formidable arco de triunfo integrado entre dos bastos torreones. Hoy es uno de los grandes atractivos de una ciudad infinita y maravillosa.
Allí puede encontrarse un programa de evidente ensalzamiento de la nueva dinastía, pero también un ambicioso programa humanista de recuperación de los valores clásicos. Alfonso, que siempre anheló convertirse en rey de Italia -y acabó odiando a Segismundo Malatesta por impedírselo en Piombino- hace que la piedra cante sus gestas como lo habría hecho un César o un Augusto, sus modelos, sin duda, mucho más que sus más cercanos y prosaicos parientes medievales.
La Iglesia del Redentore, en Venecia
Una de las obras maestras de Palladio (¿alguna no lo fue?), la fachada de* Il Redentore* presenta un creativo juego de superposiciones y cruces.
Palladio construye dos fachadas en una; una de ellas dibuja el ancho del edificio; la otra, el alto. Ambas tienen sus columnas, su frontón, su tímpano, y quedan enmarcadas por un muro de fondo que en la parte superior dibuja también su propio tímpano. Al fondo, la gran cúpula y los campanarios cilíndricos, que semejan alminares, potencian el efecto fantástico y algo ecléctico de la obra, que anticiparía los juegos intelectuales del manierismo si no fuero por su apego radical a los esquemas clásicos.
Es recomendable compararla con la fachada de San Giorgio Maggiore, también de Palladio y también en Venecia, que juega con los mismos esquemas pero de forma distinta, para comprobar la infinidad de recursos del arquitecto vicentino.
Fuente: Ruta Cultural
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